Hoy, a dos días de su estreno, nos hemos enterado que
Blackstar será el último disco publicado por
David Bowie. Un disco que sirve de epitafio para un indudable referente de la música popular de nuestro tiempo y que es el número veinticinco de estudio de una larga carrera de éxitos que comenzó hace ahora más de cuarenta y ocho años, en 1967. Blackstar es un disco que merece atención y una valoración por todo lo alto con independencia de las circunstancias que lo rodean y que hacen de él una pieza histórica. Se respalda por sí mismo con independencia de la aureola de su autor o las circunstancias de su publicación. Con desarrollos complejos y experimentales -sin sobrecargas y como siempre amable, vital y hedonista-, y el predominio de momentos tan oscuros como gloriosos. Son siete canciones que representan dignamente de todo lo que este artista polifacético ha representado en la historia de esa música pop inicialmente marginal o underground, clave en la configuración del arte contemporáneo. Bowie se mueve con agilidad acompañado de una instrumentación cercana al jazz, tal como ha hecho en contextos tan diversos como el sonido eléctrico, acústico o la electrónica, y se hace eco de influencias de un diverso universo musical catalizado por el mismo en sus múltiples facetas. Según refiere su productor, Tony Visconti, se alimenta de estímulos transmitidos por artistas como el rapero Kendrick Lamar, el grupo de hip hop Death Grips, el dúo electrónico Boards of Canada. Son influencias que inspiran un desarrollo absolutamente propio y coherentes con esa capacidad no sólo de recrear y contagiar emociones, sino de generarlas, ampliando el horizonte vital, con melodías épicas y textos convertidos en frases lapidarias:
Mirad hacia arriba, estoy en el cielo/ tengo cicatrices a la vista/ tengo drama, puede robarse/ todo el mundo me conoce ahora.
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