18/9/25

Israel y Eurovisión 2025: la punta de un iceberg


Todo parecía prometedor allá por 2006, cuando iniciamos este blog con la intención de explorar cómo las manifestaciones musicales podían expandirse más allá de sus contextos culturales específicos. Aún en HTML, antes del formato blog, nuestra sección En Ruta consistía en una selección de vídeos musicales recientes de países como Serbia, Egipto o China, cuyos circuitos eran poco accesibles por los medios convencionales. Aquella apertura al mundo global se vislumbraba como inminente. Hoy, sin embargo, la tendencia se ha invertido: el cierre de fronteras y el aislamiento no solo son físicos, sino también digitales, con restricciones técnicas y amenazas crecientes. La batalla cultural se ha convertido en un efecto colateral de guerras reales que reflejan la pugna por el dominio geoestratégico.

En el contexto del conflicto entre Israel y Gaza, han surgido reacciones que buscan presionar por el fin de la ofensiva. En España y otros países occidentales, crecen las voces que promueven el boicot a la presencia de Israel en espacios internacionales, desde la convicción de que dicha presión podría sensibilizar a la ciudadanía israelí frente a una guerra de largo recorrido y futuro imprevisible. Su fase actual se inició tras los ataques de Hamás el 7 de octubre de 2023, con episodios especialmente cruentos como el asalto al festival electrónico Supernova Sukkot Gathering, donde más de 260 personas fueron asesinadas y decenas tomadas como rehenes. En su desarrollo, la respuesta israelí ha provocado un sufrimiento extremo entre la población gazatí, con más de 65.000 víctimas civiles según estimaciones de organismos internacionales y fuentes médicas locales, además de miles de desaparecidos y desplazados.

Uno de los espacios donde esta tensión ha irrumpido con especial fuerza es el ámbito musical, y en particular el Festival de Eurovisión, convertido en nuevo escenario de la batalla por el relato. La participación de Israel ha desencadenado una oleada de protestas y decisiones como la de RTVE, que ha anunciado su retirada del certamen si Israel no es excluido dadas las circunstancias actuales. La polémica sobre las restricciones comunicativas sitúa a la música como el último eslabón de una cadena que comienza con el bloqueo al acceso libre a la información. Desde el inicio de la guerra, Israel ha impedido la entrada de periodistas internacionales a Gaza, una medida criticada por organismos como la ONU, Reporteros sin Fronteras (RSF) y el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ). Este vacío informativo ha alimentado tanto la especulación como la propaganda, y ha servido de argumento tanto para quienes denuncian excesos ocultos como para quienes acusan de manipulación mediática a periodistas locales vinculados a Hamás.

Crece la conexión emocional con un conflicto entre partes con las que no mantenemos una interlocución efectiva. La cercanía afectiva mostrada en nuestro entorno por uno u otro sector de esta guerra fratricida no parece traducirse en influencia real que permita sugerir iniciativas conciliadoras, ni siquiera en capacidad de diálogo. Así, toda vía de compromiso con el conflicto parece reducirse a la presión sobre el señalado como responsable: una estrategia de efectividad dudosa frente a contendientes tan aguerridos y de consecuencias imprevisibles. En este clima enrarecido por la polarización y la complejidad de un conflicto de profundas raíces, ha cobrado fuerza una corriente de apoyo al pueblo palestino que defiende el boicot como herramienta de presión internacional. Se señalan los respaldos de Israel en Occidente —principalmente Estados Unidos y grandes corporaciones— y se invoca el precedente del apartheid sudafricano como ejemplo de cómo la opinión pública puede incidir en el curso de un conflicto. Otros, sin embargo, advierten sobre la complejidad del escenario, que trasciende Gaza e involucra actores como Hizbolá, Irán, el movimiento hutí en Yemen y milicias yihadistas en Siria e Irak. Como ejemplo de la eficacia limitada del aislamiento, se menciona el caso de Rusia, que ha resistido el boicot occidental sin frenar su ofensiva, provocando más bien una reconfiguración de bloques geopolíticos.

La polarización crece en sociedades occidentales ya divididas por esquemas ideológicos. Las posiciones tradicionales sobre el sionismo y el derecho a un Estado palestino o israelí se han invertido en algunos sectores. Mientras se discute la viabilidad de soluciones como la de los dos Estados —hoy ausente en las ambiciones de los bandos enfrentados—, la ciudadanía se ve empujada a tomar partido, muchas veces desde paralelismos desconectados del conflicto original. El uso de símbolos, la legitimidad de términos como “genocidio” o “terrorismo”, el consumo responsable de productos israelíes o la presencia de Israel en eventos culturales y deportivos se han convertido en campos de batalla ideológica.

En su informe Confrontar la economía política global que facilita el genocidio, la ocupación y el apartheid de Israel, Amnistía Internacional denuncia a quince empresas por su implicación directa en el mantenimiento de la ocupación israelí y el desplazamiento forzado de la población palestina. Entre ellas figuran compañías como CAF (España), Hyundai (Corea del Sur), Boeing y Lockheed Martin (EE.UU.), acusadas de beneficiarse económicamente de la guerra. El informe no solo señala la complicidad empresarial, sino que reabre un debate clásico: ¿hasta qué punto deben extenderse las llamadas al boicot en ámbitos como el deporte o la cultura, que tradicionalmente han servido para tender puentes entre pueblos?

Las posturas maximalistas se multiplican, sin admisión de matices ni disidencias. Consumir un producto señalado o no denunciar en el momento indicado puede convertir al ciudadano en cómplice. Protestar contra la violencia de unos se interpreta como adhesión a la violencia de otros. Asistir a un evento, leer o escuchar determinado contenido convierte al individuo en sujeto sospechoso. En este clima, hemos asistido al despido de Jimmy Kimmel, presentador de Jimmy Kimmel Live!, tras una expresión irónica sobre los seguidores del activista Charlie Kirk, asesinado recientemente. La cadena ABC lo suspendió tras presiones de Nexstar Media, la FCC y del propio Donald Trump, quien lo calificó de “sin talento”. Este episodio ilustra cómo, en un entorno marcado por la polarización, tanto el insulto y la violencia como la censura y la cancelación se imponen sobre el razonamiento persuasivo. La presión institucional y social sustituye el debate legítimo por reacciones de fuerza, en nombre de causas que se presentan como incuestionables. Así, medios y ciudadanía quedan atrapados entre dos extremos que desdibujan los límites legales y éticos de la libertad de expresión.

Todo régimen democrático establece límites razonables a la libertad de expresión —discurso de odio, apología del terrorismo, injurias, incitación al desorden público, daño a menores, entre otros—, pero la justicia efectiva no siempre escapa a las influencias del poder económico. Tampoco la expresión libre, incluso cuando se ajusta a los marcos legales, circula sin obstáculos en redes y medios dominados por quienes gestionan la opinión pública. La imposición de fuerza se manifiesta en la reiteración de esquemas simplificadores, en un contexto marcado por la polarización y la búsqueda interesada de afinidades ideológicas.

Estaremos atentos a estos movimientos que nos sacuden: a sus verdaderas razones, a sus beneficios y a sus daños. Permaneceremos vigilantes ante las acciones que, en nombre de la paz, derivan en movilizaciones partidistas; o ante las presiones dirigidas a los poderosos que acaban traduciéndose en imposiciones sobre ciudadanos, según su nacionalidad o sus legítimas convicciones.

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