¿Qué ocurre cuando el arte se convierte en herramienta en tiempos de polarización? Este artículo explora cómo Walter Benjamin y Henri Lefebvre analizaron el papel del arte en la sociedad moderna, entre la estetización de la política y la politización de la estética. Desde la pérdida del aura en la era de la reproducción técnica hasta la revolución de la vida cotidiana, se examina cómo el arte se convierte en campo de disputa ideológica, cultural y emocional. Una reflexión crítica desde la filosofía y la música sobre los usos del arte en contextos de poder y sensibilidad colectiva.
.png)
En su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), Walter Benjamin interpreta que el hecho de su reproductibilidad en el mundo contemporáneo supone la pérdida del aura y de la autoridad que hasta entonces se había concedido a la obra artística en cuanto objeto único. En un plano positivo, esto significaba la conversión de lo elitista en popular: la producción artística se hacía accesible a todos y pasaba de ser un bien reservado al culto y la contemplación a integrarse en la vida social. La obra deja de ser objeto de veneración para convertirse en producto de masas, con el potencial y el peligro que eso implica.
En coherencia con sus raíces marxistas y en el marco convulso de su época, Benjamin identificó en el fascismo la culminación de la estetización de la vida política —el uso del arte como propaganda, símbolo y espectáculo de poder—, planteando, en contraposición, un ideal de comunismo que politizara el arte, convirtiéndolo en herramienta crítica y emancipadora. Fue un antagonismo teórico con un matiz tan fino que no todos sabrían ver en aquel momento de contiendas, cuando la cartelería, los símbolos, los uniformes y los himnos se habían convertido en instrumentos comunes de propaganda y exaltación del poder.
Es evidente el trasfondo emocional de toda filiación política, y raro es el grupo de poder o movimiento que no ensalce estéticamente su propio imaginario: símbolos e imágenes que exhiben unidad y fuerza combativa, con el propósito de dotarlo de aura y convertirlo en objeto de culto. Tampoco en nuestro tiempo faltan maniobras de politización que, más que fomentar una ciudadanía crítica y capaz de analizar los productos artísticos, parecen orientarse a un adoctrinamiento de base emocional. El propio Benjamin recordaría en sus Tesis sobre la filosofía de la historia (1940) que “no hay documento de cultura que no lo sea, al mismo tiempo, de barbarie”, recordándonos que en el arte el poder deja siempre su huella.
Otro filósofo cercano a sus ideas y su momento, Henri Lefebvre, profundizaba en ese carácter liberador del arte. Advirtiendo sobre la tentación de la estetización política y la conversión del arte en espectáculo para masas, propuso su empleo para la revolución de la vida cotidiana de los ciudadanos, un fenómeno liberador que daría dimensión estética a la propia existencia. Así, la creación artística moderna habría de ser una práctica emancipadora destinada a reorganizar el espacio, el ritmo y el deseo. Esta propuesta se desarrolla en obras como Crítica de la vida cotidiana (1947) y La producción del espacio (1974), donde Lefebvre defiende una estética que no se limite a la contemplación; una estética de la praxis, capaz de transformar la experiencia urbana y social en una forma de creación compartida.
Era un trazo muy fino dentro del marxismo teórico y académico, que acabaría desdibujado por la poderosa tentación que genera en las élites económicas y políticas —de uno y otro signo— la posibilidad de sacar provecho de la estetización mercantil de sus postulados y de la conversión de la vida social en consumo controlado y espectáculo. Así, en una dirección opuesta al criterio de Lefebvre, el llamado realismo socialista, consolidado a partir de 1934 como canon artístico oficial de la Unión Soviética, redujo la creación a un modelo idealizado con una función instructiva al servicio del Estado. Era una subordinación del arte a la doctrina que chocaba con el anhelo de Lefebvre de preservar su función crítica y su capacidad para reinventar la vida cotidiana.
Aunque la palabra política resulta incómoda a muchos por su banalización y descrédito en el contexto partidista, no cabe duda de su alcance social, también en el ámbito artístico, pues toda creación conlleva una interpretación de la experiencia humana: una manera de pensar, sentir y representar la realidad. El análisis de un producto artístico implica, en mayor o menor medida, atender a sus componentes ideológicos: qué visión del mundo transmite, qué tipo de sensibilidad fomenta y a qué valores sirve su forma. Más allá de la voluntad interpretativa, no faltan quienes ven en el terreno de la creación artística la oportunidad de instrumentalizar sus productos y ponerlos al servicio de los intereses de una determinada élite o grupo de poder.
La rivalidad por el poder fomenta una polarización que, en las sociedades occidentales, sigue trazando líneas divisorias entre derecha e izquierda. Tradicionalmente, el posicionamiento social ha servido para explicar ese fenómeno: la derecha apelando a la cualificación y al mérito como fundamento del rango; la izquierda, señalando los privilegios de las clases altas. Sin embargo, la creciente permeabilidad social y la idealización de los postulados ideológicos han desdibujado esa correlación entre clase y pensamiento político, dando lugar a identificaciones que escapan a la regla.
En la actualidad, las líneas divisorias parecen sustentarse menos en la posición social que en diferencias de índole ideológica, emocional y cultural: distintas maneras de entender la vida, de ordenar las prioridades y de establecer las escalas de valores. Es como si la ideología dependiese exclusivamente de la sensibilidad, el temperamento o la agudeza mental de cada individuo, al margen de las condiciones materiales y los mecanismos de control que las determinan.
En este contexto ideologizado, el factor emocional adquiere un protagonismo decisivo. Las estrategias de comunicación política y mediática se orientan a activar miedos y anhelos, a generar recelos o confianzas, de modo que el ciudadano acabe apoyando a quien mejor gestione sus emociones más que a quien proponga soluciones racionales o estructurales.
Frente a las visiones integradoras de emancipación social, predominan hoy esquemas grupales definidos por afinidades ideológicas y modos de vida enfrentados. Un enfrentamiento que no se orienta tanto a la crítica de las condiciones sociales y su transformación, como a imponer los propios modelos de sensibilidad, culto, humor, forma de goce o estilo de vida.
De cara a la galería, parece mantenerse la pugna clásica entre proyectos políticos que compiten por la mejor gestión del interés común; pero, bajo esa superficie, se desliza una lógica más sutil: la idea de que el beneficio social depende de la alineación personal con uno u otro bloque. En este marco, la emancipación y el bienestar dejan de concebirse como fines colectivos y se vinculan al ejercicio del poder —a la satisfacción de unos a costa de la desazón de otros.
En lo que esto concierne a un blog musical que se limita a hacerse eco de aquellos productos musicales más sugerentes desde su punto de vista, un blog centrado en la vertiente lúdica pero sin pasar por alto la valorativa, resulta importante tomar en consideración los múltiples condicionantes a los que están sometidos esos productos de los que nos nutrimos como oyentes: condicionamientos comerciales y también políticos; palpables en los regímenes autocráticos, pero más difíciles de detectar en sistemas plurales como el nuestro.
En este sentido, resulta deseable no hacer de las sensibilidades propias un dogma y admitir la diversidad de modos de vivir la experiencia estética: sentir, desear, dotar de ritmo y forma a su expresión artística. Como dirían Benjamin y Lefebvre, se trata de favorecer el poder creador del arte frente a su domesticación mediática: escuchar, mirar y pensar de manera que la experiencia estética se preserve como una forma de libertad.
Respecto al valor social concedido en los medios y en las redes, conviene distinguir entre la meditación crítica y la exploración serena —que permiten situar una obra en el contexto de la vida cotidiana y calibrar su verdadero alcance— y la clasificación inmediata e instrumental, fruto de la polarización cultural. No caer en compentarios sesgados, basados en aspectos superficiales: la oportunidad del mensaje, las etiquetas sociales asociadas a estilos o estéticas, o las condiciones individuales del artista —género, edad, origen social o relatos personales—, criterios que poco tienen que ver con el valor poético o transformador de la obra.